La Reliquia de Kittim
Sinopsis
Es durante el crudo invierno de 1547, bajo el papado de Paulo III, cuando a, Manuel, fraile dominico y erudito teólogo, se le ordena poner rumbo a Kittim. El motivo: el hallazgo de una simple palabra, apenas ilegible, que lo llevará, junto a su pupilo, Ceferino, a embarcarse en la emocionante y a la vez peligrosa aventura de desentrañar qué es lo que esconde el interior de una antiquísima reliquia. Un intrépido descubrimiento, que, no tan solo podría ser motivo de pérdida de credibilidad para su querida Iglesia, sino que también, servirá para llevarlo a conocer el verdadero significado del amor, en un lugar donde algunos creerán hallar la gloria, y otros…, dejarán al descubierto sus más bajos instintos.

Prólogo y primeros capítulos:
MANUEL REINA SILES
La Reliquia de Kittim
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PRELUDIO
Siempre le fascinaron las historias sobre amores imposibles entre princesas y plebeyos que recitan los juglares a su paso por la corte. Sobre todo, el momento en el que estos narran con sorprendente entusiasmo cómo el malvado rey captura al protagonista y, con la intención de hacerle olvidar a su querida hija lo somete a un despiadado suplicio usando crueles métodos de tortura.
Aquellos valerosos hombres, aunque de humilde condición, poseían la riqueza de un corazón noble y henchido de genuino amor; tan magno y puro, que entregaban su vida sin renegar de su amada y sin emitir el más mínimo grito de dolor a pesar del atroz suplicio que le imponían.
Así es como generalmente los artistas itinerantes presentan a los héroes de sus cuentos: unos tipos rudos y bien parecidos que no se amilanan ante nada ni ante nadie; y que en lugar de lamentar su desdicha, insultan y escupen a la cara de su verdugo en un último acto de valentía a pesar del repentino dolor que sienten cuando le son introducidas duras astillas de madera entre las uñas o les achicharran la piel con un candente hierro.
Esto es lo primero que se le vino a la mente cuando en aquella oscura habitación con olor a moho lo maniataron desnudo a una vieja y carcomida silla después de un concienzudo registro. Y lo segundo: ¿estaré a la altura de aquellos impasibles héroes?
Por supuesto que no. Pues aparte de tener mucho apego a la vida, Manuel le tenía pánico al dolor. Y esto ya fue suficiente motivo para que en el mismo instante en el que lo obligaron a que se desprendiera de sus ropas decidiera que, sería mejor dar respuesta lo más rápido posible a cada una de las preguntas que le formularan; y si de él dependiera, ¡aún antes de que se las hicieran!
Sin embargo, y debido a su condición, tampoco podía negar que por un instante se le había pasado por la cabeza la idea de ponerse a cantar exaltando la misericordia del Altísimo apelando a que se dignara enviar un terremoto que echara abajo la puerta de su prisión, tal y como hizo en el pasado con alguno de sus apóstoles. Aunque personalmente, y como no era nada ambicioso, también se conformaría con la simple aparición de un ángel que cortara las ligaduras que lo mantienen sujeto a esa silla. Un hecho poco probable, pues aun siendo fraile…, su fe no era tan grande.
Aunque por extraño que parezca, parece que de momento el cielo lo ha librado milagrosamente de la temida tortura, pues sin mediar palabra, aquellos dos hombres, armados hasta los dientes y envueltos en sus roídas túnicas, han marchado de la apestosa habitación cerrando tras de sí la puerta dejándolo, tiritando de frío y lloriqueando al igual que lo hace un bebé cuando está próxima su toma.
Y ahora, solamente acompañado por la oscilante luz que se desprende de un par de teas y tras unas pocas lágrimas que han aliviado su nerviosismo, le toca dejar de gemir y pensar en cómo puede salir de este terrible embrollo que tuvo su inicio aquel frío invierno de 1547.
El Clérigo
1
—Fray Manuel, ha venido un…
El leve y casi imperceptible gesto de su mano fue suficiente para que aquel mozalbete guardara un repentino silencio; un lenguaje sin palabras que había contribuido a simplificar enormemente, y para su propia satisfacción, tener que ensalzarse en vanas conversaciones con aquel mocoso de tres al cuarto. Además, quien quiera que fuera podía esperar. Ahora lo más importante para él era poder desvelar el misterio que se escondía escrito en un segundo término en una de las páginas del códice que tenía entre sus manos y del cual se le había encargado su estudio: unos escritos que databan del siglo XII que habían sido utilizados para la liturgia romana y cuyo contenido, a primera vista y entre varios sermones, mostraban diversos cantos y textos musicales. Entre ellos uno muy particular en el que descubrió por pura casualidad y al trasluz de una vela que aquellas gruesas y deterioradas láminas de papel anteriormente habían servido como base para un contenido mucho menos santo.
—In solitudin… cellul… memini nu… corp… tuum —dijo en voz alta sin dar crédito a lo que estaba leyendo.
—¿Cómo dice? —preguntó Ceferino.
Sin prestar la más mínima atención a su pupilo, en su rostro se desdibujó una amplia sonrisa al dar con el significado de aquellas incompletas palabras escritas en latín.
—¡Maldito bastardo! —exclamó sin poder contenerse—. Pues no viene a decir: En la soledad de mi celda recuerdo la desnudez de tu cuerpo. ¿Te das cuenta? —preguntó retórico al joven que seguía en pie detrás de él—. ¡Usó el papel para anotar sus más bajas perversiones y después las borró usando estas mismas hojas para transcribir este hermoso cántico! —volvió a gritar agitando fuertemente aquellos papeles ante su rostro.
—Hay un fraile estirado en la puerta que dice que… —comenzó a decir el joven totalmente impasible ante la descontrolada emoción de su mentor.
—¿Acaso no te di instrucciones de que nadie me molestara? Y cuando digo nadie, es nadie. ¿Qué es lo que no entiendes? —le interrumpió irritado levantándose y propinándole una colleja.
—¡Ay! —se quejó rascándose la nuca—. Ya le dije que no podía atenderle, pero…, ¡insistía mucho!
—¡Pues lo despides con viento fresco y le dices que vuelva otro día! ¿No ves que ahora estoy sumamente ocupado?
—Como quiera. Pero creo que a monseñor Álvarez de Arcayos no le va a hacer ni pizca de gracia —respondió cansadamente dirigiéndose hacia la puerta.
—¿Qué tiene que ver el obispo en todo esto?
—Ese frailecillo dice que viene de su parte.
—¿Cómo? ¿Y me lo dices ahora, alma de cántaro? Hazle pasar. ¡Presto! ¿Frailecillo? ¡La tontuna de este zagal no tiene límites! —pensó para sus adentros.
Suspirando y volviendo a retomar el temple de extrema serenidad que lo caracterizaba, resolvió rápidamente poner algo de orden al gran montón de papeles que tenía desparramados ante él dejando libre una pequeña parte de la gran mesa de caoba sobre la que trabajaba a fin de poder atender al mensajero del obispo. Y mientras esperaba su llegada, sonreía en silencio y daba gracias al Altísimo por aquellos pequeños sucesos que proveían a su vida del toque necesario para hacerla más llevadera; una existencia tediosa cuyo cometido no era otro que el de pasar el resto de sus días estudiando los escritos sacros que desde el obispado se le entregaban a fin de dar veracidad a los mismos o bien certificar una herejía. Como había sido en el caso de este hermoso canto gradual en el que algún monje escribano, demasiado ardiente, había dejado su huella carnal hacía ya más de doscientos años.
Pero este era su cometido y para esto se había preparado en la prestigiosa universidad de Salamanca desde que lo ordenaron fraile dominico y una vez licenciado lo destinaron como erudito teólogo al convento de San Pablo en la ciudad de Burgos.
Sí, erudito teólogo. Dos palabras que lo definían a la perfección y lo llenaban de orgullo. Aunque esto sea, según la propia Santa Madre Iglesia a la que debe obediencia, una gran falta. Uno de tantos otros pecados que intenta purgar mortificando su cuerpo con un cilicio, en su caso, ideado a forma de cinturón metálico dotado de pequeñas puntas que va apretando progresivamente en proporción a su sentido de culpa.
Un máximo de dos horas al día le aconsejaron sus mayores que debía de usarse, pero a menudo, tan miserable se sentía, que solía llevarlo anudado sobre su muslo derecho por varios días seguidos provocando con ello una permanente cojera en su caminar.
—Fray Manuel, este es el frailec…
—¡Ya, ya! Marcha a tus quehaceres —le ordenó al zagal despidiéndole de malas formas a la vez que se acercaba a recibir a aquel hombre con una gran sonrisa.
—¿Fray…, Cojo? —dijo este, dirigiéndose a él con cierta altanería.
—¿Cómo dice? —preguntó, tornando su fingida alegría en una desagradable mueca.
—Su Excelencia Reverendísima, Monseñor Álvarez de Arcayos me encomendó entregarle esta misiva —dijo aquel desconocido poniendo ante él un documento lacrado y haciendo caso omiso al desconcierto de su homólogo.
—¿De qué se trata? —inquirió algo nervioso, cerciorándose de que realmente el sello de cera que cerraba el sobre no dejaba lugar a dudas sobre su procedencia.
—¿Cómo quiere que lo sepa? ¿Es que no ve que la carta está lacrada? —dijo iracundo mientras se acercaba al hogar en busca de calor.
—Si…, claro —respondió, a punto de perder la compostura ante la impertinencia de aquel hombre.
Fray Manuel juzgó que por su indumentaria y apariencia aquel monje debería de tener poco más de veinte años. Y por su actitud, se podría jurar que bajo la esclavina que ocultaba su tonsura se hallaba el hijo bastardo de alguien con muchos posibles o con gran poder, pues no había más que observar su pulcra túnica y el costoso rosario de quince misterios que portaba sujeto al cinto. Y también sus manos, estas totalmente desprovistas de callos o rozaduras como es costumbre tener a tan temprana edad entre los de su condición.
Pero había algo en aquel hombre que le llamaba la atención, pues aunque estaba seguro de que nunca antes lo había visto, su afilada nariz y su prominente barbilla, un tanto elevada, hacían que su rostro le resultara altamente familiar.
—¿A qué espera para abrirlo? —preguntó aquel tipo—. Tengo órdenes precisas de Monseñor de trasmitirle su respuesta. Y vive Dios que no deseo permanecer en este sucio lugar más tiempo del estrictamente necesario —añadió, haciendo una mueca de asco.
—No se preocupe hermano que así será —le aseguró, comenzando a dar vueltas lentamente por toda la estancia rebuscando torpemente entre un sinfín de papeles y luciendo una exagerada cojera.
—¡Achís! ¡Achís! ¡A..a…achús! ¿Pero qué está haciendo, inconsciente? —exclamó, gesticulando exageradamente en un vano intento por alejar de su rostro el polvo y el hollín que se iba levantando con tanto trasiego.
—Por algún lugar debe de haber un abrecartas —respondió secamente sin parar su tenaz búsqueda.
—Solo es…, ¡a…achís!… cera.
—¿Y?
—¡Traiga acá! —gritó irritado, arrebatándole el mensaje y partiendo en dos con un ligero gesto el sello del obispo.
—¡Oh! ¡Gracias! —manifestó, tomando la carta de sus temblorosas manos y retomando nuevamente la búsqueda.
—Y ahora…, ¿qué diablos le falta? —preguntó, exasperado.
—Mis lentes.
—¿Sus qué?
—Sí, hombre, el artilugio ese que inventaron hace años y que sirve para hacer más livianos los achaques de la visión.
—¡Cof! ¡Válgame el cielo! ¡Cof, cof! ¡Y hasta…, cof…, usa lentes! —balbuceó entre toses.
—¡Aquí están! —exclamó, colocándose aquel artefacto ante los ojos.
Y sin más preámbulos, ante la atónita mirada de aquel hombre y con aquel armatoste pinzado sobre la nariz, se dispuso a leer lo que el obispo requería de él.
—¡Ajá! Sí…, claro. ¡Ajá! —iba asintiendo a medida que re- corría con la mirada aquel trozo de papel.
—¿Me va a decir de una vez por todas qué demonios dice su Eminencia? —preguntó, exacerbado.
Tenía gracia, pensó el Clérigo. Aquel frailecillo estirado, como lo describió el joven Ceferino, acababa de subirle el rango a monseñor Álvarez al llamarle eminencia.
—Solamente me notifica que vaya a su encuentro lo antes posible —respondió quedamente—. Pero sáqueme de dudas. No tenía ni idea de que hubieran ordenado cardenal a nuestro querido obispo —le dijo, escrutándole por encima de aquellos inservibles anteojos que en su caso solo servían para dificultarle la lectura.
—¡Menuda majadería! —exclamó fuera de sí—. ¿Qué le hace pensar que mi tío…?
No llegó a terminar la frase. Su rostro se tornó pálido como el mármol y su frente se perló de sudor; efectos ambos, de haber hecho patente su parentesco con el obispo.
—No se preocupe —le aseguró, haciéndole un guiño y contemplando con alegría el miedo que reflejaban sus ojos—. Su secreto de momento estará seguro entre nosotros. Y ahora marche junto a su…, tío y dígale que puesto que acabo de terminar el último trabajo que me encomendó en cuanto ponga orden a todo este tinglado me personaré ante él con premura; a lo sumo…, en unos cinco o seis días.
—Muchas gracias, fray Manuel. No sabe usted querido hermano cuánto lamento mi deplorable comportamiento.
—¡Vaya, vaya! —exclamó condescendiente, despidiéndole con un leve empujón—. No haga esperar más de lo estrictamente necesario al obispo. ¡Ah! ¡Y no se olvide también de saludar de mi parte a su tía Rufina, el ama de llaves de Monseñor! —le encomendó, alzando la voz cuando aquel frailecillo ya había abandonado la estancia.
Por desgracia en todos los ámbitos siempre ha existido el trato de favor hacia personas que, o bien son sumamente manejables o afines a los ideales de quien gobierna. Y en su entorno esto no iba a ser una excepción, pues no había más que ver a este tipejo con aires de superioridad ostentar un hábito.
Fray Cojo, tuvo el descaro de llamarlo. Y es que, aunque era consciente de que así se le conocía a sus espaldas en toda la región, esto no daba motivo a aquel osado petimetre, que no le llegaba ni a la suela del calzado, de dirigirse a él con tanto desdén.
Sin embargo, al final el muy gañán se había ido con su orgullo herido, y como se suele decir: «con el rabo entre las piernas». Se lo tenía bien merecido, pensó.
Y mientras arrojaba a un lado las innecesarias lentes, fray Manuel sonreía para sus adentros especulando en cuánto tiempo pasaría aquel rufián preocupado por si algún día su secreto salía al descubierto. Aunque pensándolo fríamente, igual erró en sus deducciones y con su acusación acabó incumpliendo el noveno mandamiento que ordena no levantar falso testimonio contra el prójimo. De ser así, y por si acaso, aquella noche se propondría reservar un tiempo en sus oraciones para pedir perdón al Altísimo por su presumible metedura de pata a fin de que este pequeño desliz no le quitara el sueño.
Pero antes, tocaba cenar cualquier cosa, quitarse de encima el polvo y el hollín, y descansar de un largo día de trabajo. Y claro está, limpiar su conciencia de mentor reclamando razón a Ceferino sobre cuál había sido el motivo que lo había llevado a pasarse todo el tiempo escuchando a hurtadillas aquella conversación con el fin de aplicarle una corrección acorde a su pecado.
II
—Pues lo cierto, es que no llego a entender que es lo que tiene conmigo para que me trate así —balbuceó quejumbroso—. Cinco pescozones por un miserable chusco de pan me parece un castigo un tanto desproporcionado.
—Cierra esa bocaza tuya y no hagas que me arrepienta por no haberte corregido con más severidad. Un solo trozo es lo que te correspondía esta mañana desayunarte. ¡Uno solo, y no dos!
Si no tenía suficiente con llevar caminando más de cuatro horas sobre un palmo de nieve, a fray Manuel ya solamente le faltaba que aquel joven pusiera en evidencia su justa disciplina.
—Si yo solamente quiero decir que…
Siempre el mismo ritual ante su constante impertinencia, pues una vez más, por enésima vez en ese mismo día, había tenido que hacer que enmudeciera levantando la mano.
Y es que, a veces se preguntaba si no se equivocó al hacerse cargo de aquel joven cuando solamente era poco más que un niño de pecho. Pues tal vez si hubiera tenido conocimiento de cómo sería su comportamiento una vez creciera, quizás hubiera sido mejor dejarlo que muriera de hambre y frío en alguna destartalada inclusa.
Esto es lo que se le venía a la mente de camino hacia la hacienda de monseñor Álvarez, y lo que su privilegiada memoria le llevaba a rememorar sobre el día en el que se lo encontró pidiendo limosna la gélida tarde invernal de un seis de enero a la puerta de la iglesia de San Juan de regreso a la ciudad de Burgos una vez terminó el estudio sobre el concilio de Aranda; un conclave celebrado muchos años atrás, y convocado por el arzobispo de Tudela Alonso Carrillo a fin de combatir la ignorancia y la vida, digamos que, algo relajada que ejercían algunos clérigos.
Recordaba que, estaba meditando sobre uno de los veintinueve cánones de aquel cónclave, concretamente en uno que hacía mención sobre el concubinato clerical, cuando en aquel mismo instante, pasando a través de un lodazal, su mirada se cruzó con la de sus tristes ojos, y con unos fríos y azulados labios que, a pesar de su corta edad clamaban caridad revolviendo su interior y provocando que en lugar de entregarle un miserable chavo de cobre lo subiera a la grupa de su rucio y lo llevara consigo.
Aquel crio desnutrido, de tez blanca, enmarañado pelo rubio y extremadamente sucio y colmado de piojos, aquel día, en el que se celebraba la Epifanía del Señor, cautivó su corazón; hasta tal punto que, por un momento debió de sentir lo mismo que el buen samaritano que aparece en los evangelios cuando ofreció su ayuda a aquel que lo necesitaba.
Para él aquel niño fue un hermoso regalo del día de reyes; un presente que entendió recibir de parte del Altísimo y que hizo que se colmara de alegría su corazón y olvidara por unos pocos años la anodina y austera vida que llevaba.
Ceferino, decidió que se llamara, pues con su corta edad, al preguntarle por su nombre, y por muchas veces que lo intentó, solamente lograba identificar las dos últimas palabras que aquel mocoso repetía una y otra vez con su media lengua: aa…ino, aa…ino. Abelino, Faustino, o tal vez, Constantino. Lo cierto, es que, en aquel momento no atinó en dar con su verdadero nombre. Sin embargo, aquello para él era un pormenor salvable. Y dado que el nombre de Ceferino le traía muy gratos recuerdos sobre una buena amistad que pudo cultivar durante su tiempo de novicio, optó por llamarle de esta forma…, a pesar de que aquella pequeña criatura negara una y otra vez con su cabecita cada vez que se dirigía a él con el hermoso nombre que le había otorgado.
No obstante, lejos estaba el júbilo que experimentó por haber acogido en su seno a un desamparado, pues ahora, con el paso de los años, aquel adorable niño se había convertido en un adolescente rebelde experto en eludir sus responsabilidades y capaz de quedarse absorto ante el vuelo de una mosca sin prestar la más mínima atención a lo que se le decía. Y lo que es peor, mostrando de un tiempo a esta parte una actitud negativa hacia sus semejantes. Pero solamente contra los de su mismo género, pues era raro encontrar una fémina en las aldeas aledañas al convento de San Pablo que no hubiera caído rendida ante su exquisito hablar, y por supuesto…, ante su hermoso parecer.
En esto se había transformado aquel dulce zagal: en un joven libertino cuya educación dispensada, digna de un noble, lejos de llevarlo a tener vocación por el sacerdocio bien parecía haberle servido para tomar un camino mucho más, digamos que…, mundano. Hecho este que, hacía sentirse a fray Manuel, como un tremendo fracasado cuando alguien, con motivos más que suficientes, venía a pedirle razón sobre la conducta de aquel haragán.
Ahora sí que en cierta forma se arrepentía de no haberlo arrojado por aquel entonces por encima del puente romano que cruza las frías aguas del río Bañuelos y haberse ahorrado los incontables dolores de cabeza que de un tiempo a esta parte aquel zagal le estaba haciendo padecer.
—Fray Manuel, ¿ya se le ha pasado el enfado? —le preguntó el joven al cabo de un rato sacándolo de su ensimismamiento.
—¿Qué quieres ahora, rapaz?
—Ya no recuerdo cuándo fue la última vez que tuvimos una conversación como Dios manda.
—¡No blasfemes, Ceferino! —le reprendió—. Además, no hace más de dos días que precisamente estuvimos hablando sobre cómo debes de comportarte ante una visita.
—Aquello no fue una visita, sino más bien, el preludio de un incordio.
Por mucho que le pesara, el joven tenía razón. Tener en pleno invierno que tomar camino hacia la residencia que posee monseñor Álvarez, en Villalmanzo, se le antojaba mucho más que un fastidio, pues no le cabía la menor duda de que aquellas seis leguas que necesariamente debían de recorrer desde el acogedor convento ubicado en las afueras de Burgos hasta aquella ciudad, andando irremediablemente sobre un camino helado, facilitarían con total seguridad el afloramiento de unos dolorosos sabañones en sus delicados pies.
—Ahora dirá que no tengo razón.
—Sí que la tienes —afirmó muy a su pesar—. Pero buenos motivos tendrá Monseñor para hacerme ir a su encuentro.
—Querrá decir…, hacernos venir.
—Bien podías haberte quedado en el convento si así lo hubieras querido.
—Pues me lo podía haber dicho antes. No que ahora, me toca acarrear con su equipaje y con su mal humor.
—No será para tanto. Además, los bultos los lleva el rucio. No sé de qué te quejas.
—¡Cuánta razón tiene! —exclamó con sorpresa—. ¡Por un momento pensé que el fardo que cargo a mis espaldas era parte de su equipaje! Pero no. Debe tratarse de una gran chepa que me ha surgido, justamente, nada más salir de Burgos.
—He visto en innumerables ocasiones cómo te jactas ante las damiselas de tu gran fuerza ayudándolas a portar sus cargas cuando regresan de los campos, por lo que acarrear un par de arrobas no debe de suponer un gran esfuerzo para ti —aseguró entre risas.
—Su Eminencia tiene razón —afirmó jocosamente—. Pero como no paremos a descansar, este par de arrobas, las cuales contienen sus posesiones más preciadas, es decir, sus gayumbos de algodón, de seguro que terminarán desapareciendo bajo esta tupida capa de nieve que tanto dificulta nuestro andar.
—¿Me estás amenazando, truhan? —preguntó, sin poder contener la risa ante el gran ingenio del joven—. Está bien, paremos a descansar un rato y comamos algo. No vaya a ser que el señorito se lastime un pie y al final no tenga más remedio que sacrificarlo al igual que haría con un jamelgo.
—¡Phffft! ¡Qué gracioso!
Tras dar un poco de avena a la cabalgadura y llenar los buches con un trozo de pan de cebada y algo de queso añejo, prosiguieron camino. Sin embargo, en invierno los días son cortos y pronto les sobrevendría la noche e irremediablemente la oscuridad…, y el peligro que ello conlleva.