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Novela Los Ángeles SÍ tienen s3xo de Manuel Reina Siles

Los ángeles SÍ tienen s3xo

Sinopsis

Solamente una semana. Siete días, son los que tendrán para averiguar cuál es la verdadera misión que deben realizar en un planeta arrasado por la guerra en el que los únicos supervivientes solamente se esfuerzan por satisfacer sus más bajos instintos.


Un lugar, en medio de una sociedad condenada a desaparecer, poco apropiado para unos seres que hasta ahora no habían tenido la opción de tomar sus propias decisiones, y menos aún..., la capacidad de amar.

Prólogo y primeros capítulos:

 

MANUEL REINA SILES

Los ángeles SÍ tienen s3xo

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total, o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático. 

…porque la maldad del hombre ha traspasado el límite de los cielos,

y aquel que los creó, se ha acordado de sus maldades.

El libro de las revelaciones.

PRELUDIO

Quien haya estado en la misma situación comprenderá que lo que menos le importe en este momento sea el penetrante olor a mugre y moho que lo embarga todo; prestar atención al pequeño ratoncito que olisquea sus desnudos pies; o fijarse en las inmensas cucarachas que deambulan a sus anchas satisfaciendo su voraz apetito con los restos de comida putrefacta que hay sobre la destartalada mesa. Pues su dolorido cuerpo se encuentra allí, encogido sobre sí mismo en un rincón de la pequeña habitación con la espalda fuertemente pegada a la pared, pero su mente está mucho más allá, junto a su mirada; fijada en el oscuro techo como si con ello pudiera atravesar los cinco pisos que se ciernen sobre ella pudiendo de esta forma observar el cielo.  

     Y ahora, encerrada en aquel pequeño y sucio cuchitril, y consciente de que no era precisamente su voz lo que le interesaba a aquel canalla, liba suavemente la sangre que aún brota de su boca, añorando las alas que un día le fueron arrebatas, y preguntándose: ¿cómo es posible que pueda habitar tanta maldad en el corazón del hombre?

 

1

—¡Eh, vosotros dos! ¿Qué diantres hacéis aquí? –gritó el guardia de seguridad tirando de la ropa de cama y dejándolos a la vista como Dios los trajo al mundo.

     Totalmente desconcertados por tan repentino despertar, y sorprendidos ante su propia desnudez, salieron a todo correr por uno de los largos pasillos del centro comercial sorteando todo tipo de obstáculos y dejando muy atrás al obeso guardia que, resoplando, intentaba hacerse entender por su compañero a través del walkie—talkie. 

     —Tranquilízate, novato, y dime de una puñetera vez qué es lo que ocurre –oyó decir al otro lado de su radioteléfono.

     —En la… en la sección de co…colchones, Thomas. Estaban du…durmiendo y en pe…pelotas como si nada.

     —¿Seguro que no lo has soñado? No será la primera ni la vigésima vez que te duermes en este turno.

     —¡No estoy para bromas, zoquete! Te repito que esa pareja estaba plácidamente durmiendo en una de las camas de exposición.

     —¿Con qué propósito? ¡Allí hace un frío de mil demonios!

    —¡Y yo qué sé! Seguro que esperarían a que cerrara el centro para hacer sus guarradas –respondió, totalmente repuesto del tremendo esfuerzo que había realizado al arrastrar sus trescientas cincuenta libras tras una corta e infructuosa carrera–. Además, se habían cubierto con uno de los edredones que…

     —¡Ahora lo entiendo! Estoy seguro de que las tres hamburguesas de media libra que engulliste en la cena no te sentaron nada bien.

      —¿A qué viene esto?

     —Pues a que anoche, como vengo haciendo desde hace más ocho años, me aseguré yo mismo de que aquella zona estuviera en perfecto estado.

     —Pues no lo harías tan bien, puesto que ahora hay dos personas desnudas deambulando a sus anchas por vete tú a saber dónde.

     —¿Es que acaso quieres mi puesto, bola de sebo? –le preguntó con desprecio.

     —Yo solo te digo lo que he visto –respondió, bajando la voz.

     —Escúchame bien, gordito. Si quieres conservar el trabajo, ¡ni una palabra a nadie! ¿Lo has entendido?

   —Claro, Thomas. Ha debido ser fruto de un mal sueño. Ya sabes que esas pastillas que tomo a causa de mis problemillas a veces me dejan algo tonto –se excusó, emitiendo una breve carcajada e intentando malogradamente que sus palabras sonaran algo amigables.

     —Déjate de estupideces. El centro está a punto de abrir al público, y tú y yo saldremos de aquí como de costumbre: sin novedad en el frente. ¿He sido lo suficientemente claro?

     —Sí, Thomas. Lo que tu digas –respondió, pensando en que eran muchos los años que se había pasado buscando empleo a causa de su obesidad mórbida. Demasiados como para ahora echarlo todo a perder. 

     —Pues no se hable más –dijo, dando por zanjado el asunto–. Asegúrate de que esté todo en condiciones y te vienes a la sala de control – añadió mientras observaba nítidamente por uno de los monitores cómo en la sección de caza, la visión de su obeso compañero se agenciaba de la ropa que exhibían un par de maniquíes.

  

2

 

Abrirse las puertas de aquel edificio y salir a toda prisa sin que ninguno de los empleados advirtieran su presencia solo les llevó un instante. Un corto período de tiempo en el que solamente tuvieron que sortear en la entrada a una mujer de avanzada edad, que, asustada al verse de pronto asaltada por dos supuestos cazadores, se dispuso a arrearles con el pesado bolso que portaba. Un brusco reflejo el de aquella mujer que no llegó a alcanzarles; no así como lo hicieron durante un tiempo de su alocada carrera los terribles juramentos y maldiciones que a voz en grito salían por su boca.

     —¡Uff! ¡Para, por favor, para! ¡Ya no puedo más! –exclamó jadeante, apretándose fuertemente uno de sus costados.

     —Bien nos podrían haber dejado en otro lugar. 

     —Al menos no nos ha costado mucho encontrar ropa que ponernos –respondió una vez recuperado el aliento.

     —A estas prendas no creo que se les pueda llamar ropa. ¡Tremendo susto se ha llevado esa pobre mujer!

     —¿Pobre, dices? ¡Pues tenía un vocabulario muy rico en insultos! ¿No te parece?

     En lugar de contestarle, se le quedó mirando fijamente.

     —¿Y ahora qué ocurre?

     —Tu…tu rostro.

     —¿Qué… qué me pasa? –preguntó palpándose la cara.

     —Es que nunca imaginé que en tu faceta humana pudieras ser tan bello –confesó.

     —Pues sí. Lo cierto es que yo tampoco podría haberlo imaginado –admitió, viendo su reflejo en el escaparate de una joyería que se encontraba frente a él–. Y, a decir verdad,  tú tampoco estás nada mal.

No era para menos. Aquel fornido hombre de anguloso rostro, mirada azul cielo y tez morena tenía ante él a una bella mujer de rizada melena color fuego, lindos ojos verdes y curvas perfectas.

     —Deberíamos de buscar algo más apropiado que ponernos, hermoso serafín –propuso la joven sonriendo.

     —Tienes razón. Se nos olvidó por completo calzar nuestros pies, y estas ropas parece que no son las más adecuadas para pasar desapercibidos –respondió al ver que la estrafalaria indumentaria que portaban había captado la atención de varias personas.

     No les costó mucho encontrar algo más apropiado que ponerse entre la multitud de ropa que colgaba de varios tendederos de un estrecho callejón, que, a modo de telas de araña parecían unir dos destartalados edificios. 

     —Ahora solo nos falta conseguir…

     —¡Allí arriba! – Le interrumpió la joven adivinando su pensamiento.

     Sin gran esfuerzo su compañero trepó por uno de los canalones que servían de desagüe logrando agenciarse de dos pares de viejas deportivas que se hallaban suspendidas de unos cables.

     —Creo que nos quedarán bien –dijo una vez en tierra y tomando la medida del calzado con la planta de su pie.

    —Huelen fatal, pero al menos dejaremos de pisar tanta inmundicia –observó, mencionando la cantidad de basura y orina que se acumulaba por doquier.

     —Ahora solo nos falta una cosa para parecer más humanos.

     —¿A qué te refieres?

     —A que nuestros nombres son prácticamente impronunciables en el idioma que habla esta gente –afirmó, mientras salían con paso decidido de aquel apestoso callejón y se adentraban en una gran avenida.

     —¡Ya lo tengo! ¡Olivia y John! –exclamó de repente la joven señalando el gran letrero de un edificio próximo que anunciaba una nueva adaptación del musical Grease, un clásico en su género que bien servía para recordar cómo se divertían los jóvenes de antaño.

     —Eso no es posible.

     —¿Por qué no? A mí me gustan esos nombres. Es más, creo que nos van de maravilla. John, un chico malote, y Olivia, una atractiva joven –argumentó, poniendo la misma pose que la actriz que aparecía en el anuncio.

     —Pero…, míralos. ¡Si van encorsetados en esas ropas! Y el peinado de ese…, tipo. ¡No, ni hablar! ¡Qué horror!

     —¿Lo oyes? ¡Están cantando! –gritó la joven alegremente agarrándolo de la mano y forzándolo a que la acompañara hasta la entrada de aquel inmueble –¡Oh, que hermosa canción! –dijo al escuchar vagamente lo que estaba interpretando en aquel momento uno de los integrantes del musical.

 

I got chills, they’re multiplying.

And I’m losing control.

Because the power you’re supplying

It’s electrifying!!

 

     —¡No tienes remedio! Todo lo que suena con cierta armonía te parece bonito.

     —Entonces, ¿te parece bien que adoptemos esos nombres? –preguntó esperanzada.

    —¡Claro que sí! No creo que nadie en su sano juicio pudiera negar nada a alguien con tan bello rostro, hermosa Olivia –admitió, besándole dulcemente la frente–. Y ahora será mejor que vayamos a buscar algo de lo que aquí llaman comida. Estoy sintiendo un fuerte dolor de estómago y me parece que es debido a las largas horas que llevamos de ayuno.

     —Creo que jamás me acostumbraré a ser mortal –reconoció la joven, sintiendo también un gran vacío en su interior.

     —¡Mira! Parece que aquel hombre con su carrito está dando de comer a quien se lo pide –dijo, John, al ver en la acera de enfrente a un obeso vendedor ambulante.

 

3

 

—¿Cómo que no tenéis dinero para pagar? ¡Os habéis comido cinco perritos calientes entre los dos! –les gritó.

     —Es que…pensábamos que era usted una persona generosa… –comenzó a decir, John.

     —…que daba de comer a quien se lo pidiera – terminó por decir, Olivia.

     —¿Una persona generosa? ¿Acaso tengo cara de idiota o qué? ¡Ya podéis estar rebuscando en vuestros bolsillos para pagarme el banquete que os acabáis de dar!

     —No…no tenemos nada –respondió John volviendo del revés los bolsillos de sus jeans.

     —Algún reloj o alguna joya me basta –dijo el tendero mirándolos de arriba abajo–. Seguro que tras ese bonito pelo hay dos lindas orejas con un buen par de pendientes –añadió dirigiéndose a Olivia.

La joven, ante la observación de aquel hombre se recogió la melena hacia atrás mostrando sus desnudas orejas.

     —Ya veo que al final vamos a tener que solucionar esto de otra forma –dijo el tendero.

     

"Cada experiencia de vida, y cada secreto del alma de un escritor, se hallan ampliamente inmersos en cada una de sus obras"

                                                                                                                M. Reina

© 2020 by David Reina

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