Jael
Sinopsis
Enmarcada en los tiempos de Jesús de Nazaret, Jael nos revela parte de la vida de una joven incapaz de adaptarse a la cultura y a la sociedad del momento en un mundo gobernado por hombres donde el papel de la mujer no tiene ningún valor, y todavía menos, para una niña de once años.
El maltrato y la falta de afecto, su primer amor y el pensamiento del suicidio, la idea de que no hay Dios y el resentimiento hacia los que le han hecho daño, son algunas de las cosas que han forjado su carácter. Pero su percepción del mundo cambia cuando aparece en su vida la figura de un joven algo mayor que ella que mediante su amistad, la ayuda a verse a sí misma como una persona única, amada y aceptada.
En esta aventura, Jael aprenderá a combatir sus miedos y descubrirá que, a pesar de todo por lo que ha pasado, ella puede ser feliz.
Prólogo y primeros capítulos:
MANUEL REINA SILES
JAEL
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Dedicado a quien, en algún momento de su vida…,
estuvo en el lugar de Jael.
La causa
Hay muchas formas de morir, y más en estos tiempos donde la escasez de alimentos y el yugo romano lleva a la gente a robar y a sublevarse contra los opresores de nuestra tierra. Para los que cometen este tipo de delitos, el castigo es la muerte. Y como escarmiento, una de las más dolorosas: la crucifixión.
El tiempo que viví en Nazaret, en los años en que la falta de lluvia provocaba que los campos no dieran mucho que comer, nadie gastaba el poco dinero que tenía en la reparación o adquisición de nuevos aperos para la labranza. Ni tan siquiera reparaban sus puertas o ventanas. La escasez de trabajo promovía que en más de una ocasión los lugareños se desplazaran hasta la misma Jerusalén en busca de faena; e incluso habían tenido que acceder a trabajar en la fabricación de los maderos que usaban los soldados romanos para sus ejecuciones.
Como parte de la condena, era normal que a vista de todo el pueblo se les propinaran latigazos o golpes y se les obligara a cargar con la cruz que iba a servir para aplicarles su castigo, pues debían de recorrer a pie el camino que les separaba desde el pretorio romano, donde eran juzgados, hasta el lugar en el que iban a ser crucificados. De esta forma y en cierta manera, hacían partícipe al pueblo, pues no eran pocos los que a su paso arrojaban piedras e insultos a los condenados a muerte.
Al principio parece que no los clavaban al madero, con atarlos era más que suficiente. Pero vieron que era mucho más rápido y eficaz traspasar sus muñecas y tobillos con un clavo, doblándolos de un golpe después de atravesar la madera con el fin de hacer imposible que pudieran liberarse del martirio.
Lo de quitar las ganas a otros de cometer este tipo de crímenes más bien era porque se podía ver al reo varios días expuesto en el madero mientras su vida se iba apagando lentamente. Y no era nada raro observar cómo se posaban las aves carroñeras encima de sus cabezas esperando ver el último suspiro del condenado para comenzar a picotear la piel desgarrada por los latigazos y, en algunos casos, arrancarle los ojos aun antes de que su alma hubiera abandonado el cuerpo.
Para mayor vergüenza estaban desnudos. Como no era posible que se llevaran nada de lo puesto al otro mundo, los soldados que ejercían de verdugos se repartían entre ellos lo que en aquel momento llevaran los reos. Y en cuanto al tiempo que tardaban en morir, solía depender de la capacidad física del sujeto, la posición en que lo clavaran o la pérdida de sangre.
De todas formas, yo creo que también dependía de las ganas que tuvieran los romanos de estar al pie de la cruz vigilando que nadie se atreviera a acercarse a darles consuelo. Pues he visto en incontables ocasiones como, cansados de estar esperando a que murieran los condenados, les rompían las piernas para que cayeran a fin de acelerarles la muerte por asfixia al quedar colgados solamente por los brazos; postura que prácticamente les impedía levantarse para coger o exhalar aire. Esto, al margen de las hemorragias que se originaban al desgarrarse la carne de sus muñecas. Después, simplemente y para cerciorarse de que estaban bien muertos, los solían atravesar con sus lanzas.
Pero el robar y rebelarse contra el opresor parece que no son los únicos motivos por el cual pueden clavarte en una cruz. Allí también estuvo mi amigo de la infancia. Expuesto para escarmiento del pueblo junto a otros dos condenados, uno a su derecha y otro a su izquierda.
No llego a comprender cómo acabó de esta forma, pues tal fue su amor y preocupación por la salvación de los hombres, que incluso momentos antes de expirar, jadeante por la falta de aire, vi cómo se irguió apoyando su cuerpo sobre sus pies clavados para rogar a Yahweh por el perdón de aquellos que lo estaban crucificando sin parecer importarle el gran dolor que aquel gesto le debería ocasionar.
Pero así era él: dado a los demás, siempre preocupado por los huérfanos, las viudas y los desamparados. Al que le daba igual cenar en casa de un rico, como juntarse con leprosos y prostitutas.
Sus últimos años los vivió rodeado de amigos. Aunque uno de ellos era de dudosa condición. Judas, uno de sus más allegados, es el que lo ha entregado para que lo mataran.
Solamente treinta monedas de plata fue lo que le pagó el Sanedrín, la Corte Suprema de la Ley Judía, a cambio de quitar la vida a este hombre. Y es que el mayor motivo de su condena no creo que fuera presentarse al mundo como el hijo de Altísimo, sanar enfermos y todo eso, sino más bien, haber manifestado abiertamente como este erróneamente llamado «consejo de sabios» tergiversaba la palabra de Yahweh para su propio beneficio y hacía de la religión su fuente de ingresos, pues no eran pocas las ganancias que deberían de sacar del comercio establecido dentro del Templo de Salomón, donde entre otras cosas, se vendían los animales para la expiación de los pecados y se cambiaban las monedas para la entrega del diezmo.
Me contaron que un arranque de celo lo llevó a empujar a los comerciantes de aquel lugar, volcar sus mesas y soltar a los animales a la vez que gritaba: «¡Quitad todo esto de aquí, y no hagáis un mercado de la casa de mi Padre!».
Estoy convencida de que esta ha sido la causa que realmente lo ha sentenciado a morir. En todo tiempo, el que pueda venir alguien a cuestionar el ejercicio de la autoridad establecida ya es motivo suficiente para que a uno lo rechacen o bien se le desee la muerte. Incluso aunque se tratara como en este caso del mismísimo Hijo de Dios.
Ahora, observarlo desde la distancia, colgado de una cruz y despojado de su ropa, con un charco de sangre a los pies del madero y en su cabeza una corona de espinas me trae a la memoria aquellos años en que nos conocimos…
ENANO
Amanece en Nazaret. Poco antes, el canto de los gallos ya anticipaba el comienzo de un nuevo día, donde el color rojizo, a medida que va saliendo el sol, se va diluyendo para dar paso a un gran lienzo azul en el que parece que alguien se haya tomado su tiempo para trazar con sus propios dedos las extrañas formas que tienen las nubes.
—Jael…, deja ya de soñar y mirar como una boba hacia arriba que el pan no va a caer del cielo. ¡Y termina de ordeñar las cabras que tenemos que comenzar a preparar los quesos!
Si, esta es Séfora, mi mamá, mi «Ima». Siempre dispuesta a despertarme de mis sueños y traerme al mundo real. En el mejor de los casos, a grito pelao, pero lo normal en ella es hacerlo con un buen tirón del pelo aplicando después su frase preferida: La madre galana, saca hija haragana. Y hoy el tirón ha sido más fuerte de lo habitual, pues para toda la familia es el comienzo de unos días de laboriosa actividad, ya que, según el abuelo…, «el pasto que ha crecido con la primavera tan lluviosa que hemos tenido este año, dará al queso de nuestras cabras un sabor especial». Un queso que ha contribuido durante generaciones al sustento de la familia.
Respecto a mí, soy una aventurera. Siempre buscando enigmas que resolver y respuestas a lo desconocido…, sin sopesar las consecuencias. Todavía recuerdo cuando me eché a reír diciendo que era imposible que un tal Moisés hubiera hecho brotar agua de una piedra solamente golpeándola con una vara y a mi devoto padre, al que no hizo ni pizca de gracia que blasfemara el nombre del Todopoderoso, no se le ocurrió otra cosa que «acariciarme» la cara con el revés de su mano; con tal fuerza, que consiguió partir por la mitad una de mis paletas.
—Ahora —me dijo—, cada vez que veas el reflejo de tu rostro y sientas que te miran con desprecio recordarás que no debes poner límites al poder de Yahweh.
Desde aquel mismo día cuando sonrío siempre cubro mi boca. Pero no por el hecho de haber blasfemado el nombre de su Dios, sino más bien por la vergüenza que siento de que otros vean mi sonrisa incompleta.
La relación con mi padre no fue nunca todo lo buena que hubiera deseado. Dado al vino, todos los días cuando volvía a casa al anochecer, después de pasar toda la tarde con sus amigos, la emprendía a palos con mamá. Igual esta era la razón por la que sus embarazos no llegaban nunca a buen término.
Tras la última pérdida, mamá ya no volvió a quedarse embarazada, y yo me crie en un hogar sin hermanos. Esto para mi padre era un castigo divino. No haber tenido un hijo varón para él significaba no ser del todo un hombre.
Pero no me quiero poner triste ¡hoy es un día muy especial! Cuando sacaba agua del pozo escuché cómo hablaban entre sí las mujeres diciendo que hacía unos días que había regresado a nuestra aldea una familia con un niño muy, muy raro. Y yo, que soy amante de las rarezas, tengo que ver a ese niño. ¡Quizás solamente tiene un ojo en mitad de la frente! ¡O no tenga nariz! ¡O bien sea un enano! Según se dice, esto último..., es cosa del demonio. Sea lo que fuere, tengo que verlo.
EL LOCO DE LA COLINA
¡Allí está! ¡Me ha costado dar con él! A todo el que le he preguntado me ha dado la misma respuesta: Siempre está deambulando por el monte y hablando solo. Y esto no es todo, me han contado una serie de historias tan absurdas como increíbles. Ananías, el hijo del molinero, con cara de miedo, narraba en corrillo con otros chicos, que hacía unos años su padre le había contado como este niño había profanado el Sabbath[1] haciendo con barro figuras de pájaros; y que cuando se le reprendió por ello, las señaló con el dedo y a la voz de ¡volad!, los pájaros abrieron sus alas y levantaron el vuelo piando con gran estruendo. O de cómo maldijo al hijo de Anás, el escriba, por algo que estaba haciendo y este murió en el acto.
Según los niños del pueblo, igual maldecía y mataba a aquellos que le caían mal, como que resucitaba muertos. Y a mí, escuchar tal sarta de tonterías sobre los milagros y desgracias producidas por este niño, no servían más que para alimentar mi fantasía. ¡Tenía que ver con mis propios ojos a este personaje!
Aunque siempre me las he dado de valiente a la hora de afrontar nuevos retos, tengo que admitir que todas estas historias han creado en mí cierto temor. Por si acaso, y como persona precavida que soy, solamente me acercaré lo justo y necesario. Con verlo de lejos será más que suficiente.
Ahora mismo no sé si estoy más preocupada por lo que este niño pudiera hacerme o por la reprimenda de mamá cuando vea cómo estoy dejando la ropa de tanto arrastrarme por el suelo. Estoy detrás de un gran seto, pero creo que me he acercado demasiado. ¡Espero que no me haya visto! ¿Pero qué hace? ¡Parece que está dibujando o escribiendo en el suelo!
—¿Quieres jugar?
Creo que no me he escondido lo suficiente. A mí me parece un niño normal. Un poco feo, pero normal.
—¿A qué juegas?
—Todavía a nada, te estaba esperando.
—¿Sin verme ya sabías que iba a venir? A ver si ahora va a resultar cierto todo lo que me han contado sobre ti. Que tienes poderes y todo eso…
—No digas tonterías. Vi que subías por el sendero de allí abajo y que cuando advertiste mi presencia te arrastraste como una serpiente hasta aquí. Por cierto, creo que un gesto muy poco digno para una chica de tu edad.
Pero bueno, ¡qué se habrá creído este mocoso! ¡A ver si ahora resulta que estoy frente al niño más pulcro del universo! El señor don limpio, con las rodillas sucias y las uñas rellenas de tierra se hace el importante. ¿Por qué no se mira él? ¡Y encima me habla sin levantar la vista del suelo!
—Aún no me has dicho a qué quieres que juguemos —le dije.
—Se llama Alquerque de tres y es un juego en el que son necesarias al menos dos personas para poder jugar. Ten, estas tres piedras blancas son para ti. Yo usaré estas otras más oscuras.
En el suelo había dibujado algo parecido a un aspa de molino, con cuatro líneas más o menos de la misma longitud que se entrecruzaban por el centro y donde había remarcado con un círculo los extremos de las líneas y el centro donde estas se entrecruzaban.
—¿Qué hay que hacer?
—Mira, te explico. Hay nueve lugares marcados y se trata de poner una de las piedras en uno de estos puntos señalados e intentar colocar las tres en la misma línea.
—¡Ya está! ¡gané!
—¡Qué lista eres! ¡No se pueden poner todas a la vez!, hay que hacerlo de una en una y por turnos. Venga, comienza tú.
—Vale, pues la pongo aquí..., ¡en el centro!
—Buena elección. Yo en este extremo.
—Pues yo..., ¡en este otro!
—Pues yo, a ver, a ver..., déjame pensar…, ¡aquí!
—Vaya, me has fastidiado, aquí era donde yo quería poner la tercera.
—Pues se siente. De esto se trata, de que el contrario no ponga las tres piedras en línea.
—Vaya juego más tonto —dije levantándome y borrando con el pie el dibujo tras haber dado una patada a las piedras.
—Bueno, bueno, no te enfades. Solo es un juego.
—No estoy enfadada, es mi forma de ser.
—Pues tienes una forma de ser..., un poco rara.
—Mira quién fue a hablar, ¡el que hace volar pájaros de barro y resucita muertos!
—Jajaja, ¿quién te ha dicho eso?
Encima el dichoso niño se estaba riendo en mi cara. Pero no era una risa cualquiera, se estaba literalmente «partiendo de la risa». Tosía y se le entrecortaba la respiración de tal manera que hubo un momento en el que ¡creí que se iba a ahogar!
—No sé a qué viene tanta risa. Todo el mundo habla de ti como si no fueras de este mundo.
—Igual tienen algo de razón —dijo rascándose la barbilla y poniendo cara de interesante.
—Ah, ¿sí? A ver, haz algo que nadie más pueda hacer.
—Quizás otro día. Hoy no me siento con ganas de dejar a nadie con la boca abierta de admiración.
—¿Sabes qué te digo? Que no soy una mojigata a la que puedas engañar con cualquier truquito. Para asombrarme a mí tendrías que realizar algo que nadie más pudiera hacer. —E imitando la voz que usan los charlatanes que venden «milagrosos» ungüentos, le dije—: ¡Vean al niño raro mover una montaña con tan solo mirarla y de cómo es capaz de caminar sobre el agua sin hundirse!
Lejos de reírse, me miró con cara desafiante y respondió:
—Lo de la montaña requiere de mucha concentración, pero lo de andar sobre el agua..., otro día te lo mostraré.
—Vale, pero eso será otro día —le contesté riendo—. Ya está anocheciendo y tengo que marcharme. Por cierto, ¿cómo te llamas? —le pregunté mientras le daba la espalda restando importancia a sus palabras y emprendiendo el camino de regreso a casa.
—¿Has preguntado a todo el mundo sobre mí y nadie te ha dicho mi nombre?
Me detuve, y girándome hacia él le respondí:
—Sí, pero no estoy del todo segura, porque unos te llaman el Loco de la colina y otros el Tirillas —dije haciendo alusión a lo delgado que estaba—. Lo de Loco de la colina todavía no lo tengo muy claro, pero lo del Tirillas…, ¡a la vista está!
Mientras le decía esto, él hacía muecas poniéndose bizco, despeinándose para poner cara de loco, y metiendo hacia dentro los mofletes de su cara escenificando delgadez. Ver como se mofaba de mis palabras me produjo tal rabia que volviendo a tomar el camino de regreso le grité:
—¡También hay quien dice que te llamas de otra forma!
—¿Y cómo es esa otra forma?
—¡Una señorita no puede repetir esas palabras!
—¿Y me vas a dejar así? ¿Sin respuesta?
Cada vez me alejaba más, por lo que tenía que ir elevando la voz a cada paso que daba.
—Dicen que tu padre…, ¡no es tu verdadero padre! —Al pronunciar esas palabras sentí una gran vergüenza; como de haber dicho algo que no debía. Sin parar de correr, me giré un momento y noté como su rostro se entristecía mientras me decía:
—¡Mañana te diré como me llamo! ¡Adiós, Jael!
Mientras corría ladera abajo iba pensando en las palabras que le había dicho, en la reprimenda que me esperaba en casa por llegar tan tarde, y también, en cómo era posible que este niño tan raro supiera mi nombre.
[1] Según las prescripciones de la Torá (enseñanza de la ley para el pueblo judío), entre otras cosas, el sábado debe ser celebrado mediante la abstención de cualquier clase de trabajo.
