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Antón Quintana. Crónicas de un policía corrupto

Sinopsis

Dos uniformes. Cuatro homicidios. Un alma perdida

Antón  Quintana  es,  actualmente,  inspector  del  AIC  (Área de  Investigación   Criminal). Antes fue guardia civil. También padre y esposo. Y,  antes de  perderlo  todo,  un  hombre  de principios.
Cuando una serie de asesinatos sacude la ciudad, Antón se ve obligado a   enfrentarse no solo a un asesino  con uniforme, sino también a sus propios demonios.
Con la ayuda de una imprevisible sargento, un equipo que lo  desprecia y dos semanas para resolver el caso, Antón deberá encontrar la verdad en un entorno  donde  todos...  parecen culpables.

Una novela negra de ritmo implacable, con gran carga emocional y violencia realista. Adictiva, cruda y ferozmente humana.

Porque hay verdades  que no se pueden esconder... sin destrozar a quien las revela.

Novela negra Crónicas de un policía corrupto

Prólogo y primeros capítulos:

JAEL

M. R. SILES

 

 

ANTÓN QUINTANA

Crónicas de un policía

 corrupto

 

Un mismo uniforme. Cuatro homicidios.

Un alma perdida.

 

“Todos los personajes y situaciones descritos en esta obra son ficticios. Si alguno le resulta familiar, sepa que cualquier parecido con personas reales, vivas o fallecidas, o con la realidad en general, es, por supuesto, pura casualidad… y no responsabilidad del autor.”

 

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total, o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático.

PRELUDIO

El sonido de una cuerda

 

Algunos escépticos afirman que no hay nada después de la muerte. Y si se probara lo contrario, justificarían su error alegando que nadie ha regresado del más allá, del inframundo, o como quieran llamarlo.

     Sin embargo, no se puede pasar por alto que existen numerosos casos clínicos en los que muchas personas aseguran haber muerto y salido de su propio cuerpo, atravesar una especie de túnel, y llegar a un lugar rodeado de una brillante luz donde los esperaban sus familiares y amigos más queridos ya fallecidos. Al parecer, un remanso de paz en el que todos querrían quedarse, de no ser porque una sutil voz les recuerda que aún no ha llegado su hora, y que deben regresar.

     Verdad o no, muchos testifican que vivir esa experiencia fue reconfortante. Ver pasar su vida ante los ojos en un solo instante; recordar momentos, personas, actos buenos y no tan buenos, y sentir sus propias emociones… y también las que provocaron en los demás con sus bondadosos o desacertados actos, provocan un punto de inflexión para la gran mayoría que les hace ver la vida de otra forma dándoles una segunda oportunidad para enmendar lo que aún puede corregirse.

     Y dicho esto, solamente permítanme un último apunte antes de concluir la clase: si llegado el caso alguno de ustedes tuviera la suerte de regresar del final de ese túnel, espero que sepa conducirse como un verdadero profesional, habiendo tomado buena nota de todo lo ocurrido a su alrededor. Sin duda, eso le sumaría puntos al trabajo de final del curso.

   —Menudo cretino. Aquí no hay ni luz, ni nadie que me reciba —murmuró el inspector Quintana, recordando la tediosa disertación de un profesor algo chiflado, según su propia opinión, cuando estaba cursando sus estudios de criminología—. Es más, Antón, creo que para enmendar todo el estropicio que has provocado estos últimos años, te serían necesarias varias vidas.

Hablaba solo, absorto en el leve crujir que producía la soga que lentamente iba apretando su cuello.

   —¿Sabes una cosa, Antón? Jamás me habría esperado este final —se dijo a sí mismo, mientras contemplaba, a unos metros de él, su propio rostro amoratado y su cuerpo inerte colgado de una viga… balanceándose lentamente.

 

Capítulo 1

El inspector

 

—¿Más de lo mismo, Rogelio?  —preguntó con marcado acento gallego.

     —Sí, inspector. Y con este, ya van tres —respondió el agente Roger, visiblemente molesto por el uso incorrecto de su nombre.

     —¿Algún testigo?

     —No. Igual que en los otros casos, nadie ha oído nada.

    —Seguramente se usó un arma con silenciador. Y por lo que veo —añadió, apartando la manta térmica que cubría el cadáver—, las mismas marcas, varios huesos rotos y el rostro desfigurado a golpes. Asesinado del mismo modo que los anteriores.

     —Lo peor es que, en este caso, tratándose de un juez, no será fácil seguir ocultando todo esto a la prensa por mucho más tiempo.

     —¿Un juez?

     —Yaredo, Tomás Yaredo. Un conocido juez de lo penal.

     —Parece que la cosa se nos complica.

    Ese mismo año, en la mañana del seis de enero, como si de un regalo de Reyes se tratara, Antón Quintana, inspector del AIC (Área de Investigación Criminal), recibió una llamada urgente de su superior. La orden era clara: debía presentarse inmediatamente en la escena del primer homicidio. El lugar de los hechos: una zona residencial de la zona alta de Barcelona donde únicamente personas con un gran nivel económico podían permitirse el lujo de poseer una vivienda. Y unos meses más tarde, justamente en Semana Santa, coincidiendo con el Domingo de Resurrección, apareció el segundo cadáver. Aunque esta vez no tuvo lugar en ningún lujoso apartamento de la Ciudad Condal, sino en un austero edificio de un barrio marginal de las afueras. 

    Crímenes cometidos de igual forma, en los que la investigación, de momento, no había hallado indicios de que hubiera algún tipo de vinculación entre las víctimas.

    —¿Has comprobado si en esta ocasión el juez tenía algún tipo de relación con los otros dos?  —le preguntó el inspector nada más llegó a la oficina.

     —¿Se refiere a si se conocían entre ellos? 

     —Entre otras cosas, Ratonciña.

     Que siempre se dirigiera a ella llamándola ratita era una de las cosas que más exasperaba a Martina, la agente encargada de la verificación y clasificación documental de la investigación: una escuálida y joven mujer de moño perpetuo y hundidos ojos negros, aquejada por una marcada protrusión dental que daba origen al mote que le había asignado su superior.

Cariñoso, tal vez. Cruel, sin duda.

     —Pues no, de momento no he encontrado ningún tipo de relación entre ellos —respondió—. Pero las pruebas balísticas confirman que los tres homicidios se han producido con la misma arma. Una pistola modelo…

     —Qué dice el forense sobre la hora de la muerte del juez —interrumpió Quintana.

    —Cuarenta y ocho horas —dijo Martina, mostrándole el informe—Veinticuatro de junio, Sant Joan. Otro crimen cometido en una fiesta cristiana —señaló Roger.

     —No debemos pasar por alto que San Xoán también es noite de meigas —añadió Quintana—. Al menos sabemos que probablemente se trata de la misma persona. Y que, además, parece tener predilección por cometer sus crímenes en fechas señaladas. Buen trabajo, Martina —reconoció, dándole un par de palmaditas en el hombro antes de salir de la oficina.

     —A mí no me hace ninguna gracia. El muy capullo ni siquiera ha mirado el informe —le dijo la joven a su compañero, viendo como este comenzó a reírse nada más el inspector se marchó.

     —Deberías de estar contenta, Ratonciña —bromeó Roger—. A ti al menos, el picoleto a veces te llama por tu nombre.

   —Encara no entenc què és el que fa aquest tío aquí—observó la malhumorada agente volviendo a clavar la mirada en la pantalla del ordenador— ¡Ni siquiera se ha dignado a leer el informe!

     —Yo tampoco lo entiendo. Pero de lo que no hay duda es de que debe de tener un contacto muy gordo para haber aterrizado en esta comisaría hace menos de un año y hacerse con el control del departamento —afirmó Roger, dándole la espalda a su compañera y volviendo a sus quehaceres.

    Lo cierto es que algo de razón no le faltaba al mosso d’esquadra. El picoleto, como solían llamarlo a sus espaldas todos los integrantes de la unidad, había intercambiado con un alto cargo del gobierno, fotografías comprometedoras y conversaciones grabadas que lo relacionaban con el desembarco de un importante alijo de droga en la ría de Betanzos, a cambio de uniforme y el puesto que ahora ocupaba.

     Aquel fue el último caso que estuvo investigando aquel cuarentón no muy alto, de aspecto algo atlético, pronunciada calvicie y voz rasgada, como comandante en jefe de la Guardia Civil en una de las provincias de su querida Galicia. Un salvoconducto que le sirvió para dejar atrás parte de su pasado.

     Una difícil decisión para un hombre cuyos principios estaban fundamentados en la justicia y el bien común.

     Pero ¿qué habría hecho otro en su lugar, de presentarse la oportunidad?

   El teniente Antón, como habitualmente era conocido, había cumplido fielmente su trabajo como miembro de la Benemérita durante algo más de veinte años entregando a la justicia decenas de narcotraficantes, asesinos y gentes de similar calaña, llegando incluso, en alguna ocasión, a acabar con la vida de alguno de ellos. Muertes de las que no estaba orgulloso, y que siempre llevaría a cuestas dentro de su particular mochila; una carga que, junto a la infidelidad de su pareja y al suicidio de su única hija, cada vez se le hacía más pesada. 

    Ánxela. La niña de sus ojos, que, con tan solo quince años se quitó la vida arrojándose deliberadamente al paso de un autobús mientras él la perseguía para pedirle explicaciones al pillarla infraganti bebiendo alcohol en una zona de botellón.

     Un encuentro casual en una de esas noches en las que él solía salir a pensar, que jamás debió de ocurrir; un cuerpo destrozado que tuvo que recoger del mojado asfalto, que lo rompió por dentro; una mirada fría, la que le dirigió su hija antes de suicidarse, que jamás olvidaría.

     —¡Toda la culpa es tuya! —le reprochó su esposa nada más el féretro fue bajado a la oscura fosa.

     Y, en parte, tenía razón.

   Él mismo se culpaba por no haber advertido a tiempo los síntomas que indicaban que su querida Ánxela no se encontraba bien. ¡Pero cómo notarlo si nunca estaba en casa! Su amor al trabajo lo tenía tan atrapado, que no fue capaz de ver, y mucho menos comprender, entre muchas otras señales, el significado de sus grotescos tatuajes, su rápida pérdida de peso y los continuos ataques de ansiedad que la aquejaban.

    Como tampoco lo hizo Xulia, su esposa: una madre con multitud de ocupaciones que nunca tenía tiempo para su hija; una mujer que amaba tanto o más que él a todo el cuerpo de policía. Solo que ella lo hacía… cuando él no estaba en casa.

    Un descuido. La cartera olvidada por uno de sus mejores compañeros sobre la mesilla de noche fue la causa del abandono del hogar, apenas unos meses después de aquel fatídico desenlace.

     Tras tanta aflicción, tener la oportunidad de cambiar el tricornio por una gorra de plato, y con ello intentar olvidar todo aquello, fue la excusa perfecta para dejar a un lado sus principios y embarcarse en esta nueva aventura, como a él le gustaba llamarla. Aunque eso implicara cargar con el invisible cartel de corrupto: un adjetivo que nadie en su unidad jamás pudo demostrar.

Capítulo 2

Los agentes

—¿Ya ha llegado el inspector? —preguntó la sargento Lena sin llegar a entrar en la oficina.

     —Acaba de marcharse —respondió rápidamente el agente Roger.

    —Sigue en su línea: aparece por aquí apestando a alcohol, pregunta si hay alguna novedad y desaparece. Igual que todos los días —añadió la agente Martina sin apartar la mirada de la pantalla del ordenador.

     —Pues él se lo pierde —dijo la sargento.

     —Eso me suena a que ha encontrado algo nuevo —observó Roger.

     —Es posible —dejó caer.

     —¿No va a contarnos nada? —preguntó Martina, dirigiéndose a su superiora con gran interés.

    —No sería correcto que os desvelara a vosotros cualquier aspecto de la investigación antes que, a él, ¿verdad, chicos? —respondió, dando media vuelta y marchándose con un suave contoneo de caderas.

     —¡Menuda petarda! —exclamó Martina—. Y tú bien podrías dejar de babosear. ¡Sembla que no hagis vist mai una dona! —añadió, dirigiéndose a su compañero.

    —Pues no, no lo parece. Es más, te puedo asegurar, señorita Vidal, que en todo el cuerpo de policía jamás había visto una mujer tan atractiva como la sargento.

     Tras aquella contundente respuesta, Martina prefirió permanecer callada, fijando de nuevo la vista en su ordenador a fin de que Roger no advirtiera el reflejo de las lágrimas que comenzaban a fluir de la triste mirada de unos ojos tan negros como su pasado; un llanto en el que perfectamente podían leerse los oscuros episodios de la amargada infancia que le tocó vivir.

    Conejito, pica billetes o dentuda, eran algunos de los despectivos motes que, desde muy temprana edad había tenido que soportar. No solamente por parte de los insufribles compañeros de colegio con los que, por obligación, tuvo que compartir su educación, sino también en casa, por Joan —su único hermano, algo mayor que ella— y, muy afectuosamente, por parte de su padrastro.

     —Ratita, ten cuidado no me vayas a arañar con esos dientecitos —solía decirle aquel odioso hombre cuando la obligaba a compartir lecho las noches en las que a su mamá le tocaba trabajar. Prácticamente, el mismo apodo con el que la bautizó el picoleto, y que sirvió para traer a su mente recuerdos que, tras años de terapia, creía haber olvidado.

     Ratonciña, una sola palabra que evocaba imágenes que dejaron una profunda huella en su corazón: la de un monstruo retorciéndose de dolor, la de Joan sosteniendo un cuchillo ensangrentado entre sus manos, y, días más tarde, la de la mirada perdida de su madre junto a una carta y varios envases de medicamentos vacíos.

     La causa de aquel fatídico desenlace: el grito desgarrador que surgió de su garganta aquella noche, que alertó a su hermano provocando que este pusiera fin a su pesadilla y, en consecuencia, con la vida de una madre que sabía perfectamente lo que ocurría. Una verdadera desgracia.

     Y si su infancia fue un infierno, la adolescencia no le fue mucho mejor.

Huérfana, con su hermano —su única familia— cumpliendo condena en la penitenciaría de Quatre Camins, Martina, una chica débil y muy poco agraciada, tuvo que soportar durante años golpes y abusos en algunos de los diferentes centros de acogida por los que iba pasando. Y una vez fuera, y teniendo muy claro qué hacer con su vida, se esforzó en ponerse en forma, trabajar en cualquier cosa que le saliera y estudiar muy duro para llegar a ser lo que más deseaba en su vida: formar parte de los cuerpos de seguridad. Un lugar que le daría cierta estabilidad, un uniforme que infundiera respeto y… un arma con la que poder defenderse.

     —¿Te ocurre algo? —le preguntó Roger al escuchar sus gemidos.

     —¡Métete en tus asuntos!

    —Ya hace bastante tiempo de la muerte de tu hermano —observó su compañero, intuyendo su aflicción.

   Exactamente ocho meses y cinco días habían transcurrido desde que el director de la penitenciaría le comunicó oficialmente que su hermano había fallecido a causa de una trifulca entre varios presos.

     —¡Que te den, Roger!

     —¡Menudo genio! Creo que será mejor que me vaya a tomar un café.

     —Sí, será mejor. Y si te das prisa, igual puedes invitar a tu querida sargento —le dijo Martina con cierto sarcasmo.

    —No me cabe ninguna duda que, en una noche de pasión, ella me trataría mejor que tú, Ratonciña —contestó antes de cerrar de un portazo.

   —Yo no estaría tan segura de ello, Rogelio —murmuró para sí misma, recomponiéndose rápidamente de su pesar y volviendo a sus ocupaciones.

     Aunque nunca lo sabría, Roger era la única persona que tenía en su pensamiento las noches en las que se permitía darse placer en la soledad de su habitación; momentos en los que se deleitaba haciendo volar su imaginación, sintiéndose amada por un hombre… aunque a este, con frecuencia, se le terminara la batería. 

     —¿Hace un café? —le preguntó Roger a la sargento, cruzándose con ella de camino hacia la máquina expendedora.

     —No, gracias —respondió, sonriendo.

     —¡Vaya! Parece que hoy no es mi día de suerte.

     —¿Otra discusión con Martina?

     —Esa chica es insoportable. Y desde la muerte de su hermano, más todavía si cabe.

     —¿Cómo te sentirías tú si te vieras de pronto solo en este mundo?

    —No es bueno que cargue con ese marrón ella sola. Al menos podría desahogarse con nosotros. Se supone que para eso estamos los compañeros, ¿no?

     —A Martina no creo que le haga falta el hombro de ningún compañero, Roger, sino más bien, otra cosa. Ya me entiendes…

     —Pu… pues no, no sé qué es lo que quiere decir.

   En lugar de darle más explicaciones, la sargento Lena le dirigió un guiño mientras se marchaba de su lado, realizando lentamente un gesto obsceno con las manos.

     —Ya sabes que eso jamás ocurrirá. Al menos…, conmigo —murmuró, mientras sacaba de uno de sus bolsillos la calderilla necesaria para la máquina del café.

     Para cualquier otra persona, aquella hubiera sido una chocante respuesta.

   De complexión atlética, con algo más de metro ochenta de estatura y noventa kilos —la mayoría de ellos compuestos de pura fibra y músculo—, de negra y cuidada barba, al igual que su cabello, y con una hermosa mirada azul turquesa, aquel apuesto hombre de no más de treinta años, con una simple sonrisa podría hacer derretirse a cualquier mujer que se propusiera.

     Pero eso era solo de cara a la galería. Y de momento, lo que Roger Medina quería que todos pensaran de él, pues lo que realmente lo atraía, eran las personas de su mismo sexo.

La raíz de todo: un fracaso amoroso en plena juventud que lo llevó a caer en brazos de quien en aquel duro momento le brindó su hombro, un compañero de clase que, aguantó su llanto, le escuchó sin reproches, y le hizo ver que el amor no tiene etiquetas, ni género.

     —Parece que no te ha ido muy bien con la sargento —escuchó decir a sus espaldas.

   —¿Un café, inspector? —dijo de mala gana, ofreciéndole el que acabada de sacar de la máquina.

     —¡Hombre, gracias!  —exclamó alegremente—. ¿Algún problema? —preguntó, viendo cómo el agente rebuscaba en el interior de sus bolsillos.

     —No… no tengo cambio para otro café.

    —Pues es una pena, porque hoy está realmente delicioso —dijo, saboreando la bebida ante sus narices—. Y ahora no pierdas tiempo: avisa a ese par de pipiolos en prácticas que nos han endiñado en el departamento y venid los tres conmigo. Parece que la Rusa tiene algo importante que contarnos. 

Capítulo 3

La sargento

La Rusa. Así llamaba Quintana a la sargento Lena Assolman cuando hablaba de ella con otras personas. Una hermosa mujer de rubia melena, intensos ojos verdes y curvas perfectas.

     Hija de un diplomático holandés, nacida en Barcelona y educada en los mejores colegios de la ciudad, con un coeficiente intelectual muy por encima de la media y una predisposición connatural para el deporte, a Lena no le fue difícil superar las diferentes pruebas y exámenes pertinentes que la llevaron a ascender de rango en el mínimo tiempo establecido. Algo inusual en una chica de su condición, pues teniendo su familia un alto poder adquisitivo y una buena posición social, nadie de su entorno más cercano entendía qué era lo que la había llevado a querer formar parte del cuerpo de policía.

   —Cursarás los estudios de Derecho en la Facultad de Ciencias Sociales de la universidad de Oxford, y después harás un máster de Investigación Política. Y, una vez lo finalices, ya veremos       —le dijo su padre calmadamente, sin apartar la vista del periódico nada más lo hizo conocedor de sus pretensiones.

    —¡No quiero ir a la universidad, y tampoco quiero ser… como tú!

    —¿Y cómo se supone que soy, Lena?

    —Siempre estás… viajando —respondió con un hilo de voz.

    —Representar a tu país y colaborar en la lucha contra el terrorismo internacional, el tráfico de drogas y la trata de personas conlleva esas cosas —le dijo, apartando el diario y mirándola por encima de las gafas.

    —Pero esas mismas funciones puedo realizarlas como…

    —¡Basta! —exclamó, golpeando fuertemente con el puño sobre la mesa—. Espero, por tu bien, que se te quite esa tontería de la cabeza o, de lo contrario...

"Cada experiencia de vida, y cada secreto del alma de un escritor, se hallan ampliamente inmersos en cada una de sus obras"

                                                                                                                M. Reina

© 2020 by David Reina

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